El sol apretaba. No había playa, ni estudiantes y parecía
que no quedaba nada de vida allí. Se asomaba a la ventana y simplemente
escuchaba voces ajenas. Supongo que la culpa era de julio, o de los iluminados
que dijeron que este iba a ser el verano más frío de todos los tiempos. Aunque
en su caso, no iban tan desencaminados.
Era el último día y lo sabía. Había retrasado el momento a
base de excusas baratas, pero tocaba pasear por última vez aquellas calles. Sin
embargo, todo era extraño. Las piedras seguían en su sitio, los músicos y los
turistas también, pero por primera vez se sentía diferente delante de aquello
tan cercano.
Dando tumbos, acabó en el mejor banco de la Alameda, con las
mejores vistas de la catedral y las mejores vistas de su vida en otros tiempos.
Entonces, comprendió que el momento había llegado. Empaquetó los recuerdos, y
pensó que las cosas que dejamos por hacer son las que al final echamos de
menos.
Se levantó y encontró un papel. Por un momento, pensó que
se trataba de una señal, otra de las muchas que allí había vivido. Lo abrió,
pero lo único que encontró fue un itinerario de una excursión turística
cualquiera. Entonces sonrió, pensando que Compostela también estaba un poco
harta de él. Quizás es que las despedidas siempre tienen que ser así, difíciles.
Adiós Santiago de
Compostela, has sido un placer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario