Ella me enseñó que no podemos olvidar. Con ella bailé una
canción, no recuerdo ni su nombre ni su autor, ni si era lenta o animada, pero
lo que sí que sé es que la escogimos nosotros. Eran otros tiempos, los de creer
que los puntos de giro importantes son los que escribes tú y no un reproductor
de música aleatorio. El caso es que bailamos una canción, pero no sabría
decirte cuanto tiempo lo estuvimos haciendo. ¿Cuánto duran de media las
canciones? ¿3 minutos? Pues yo no te sabría decir si la nuestra duró 10
segundos o 20 minutos, porque aquella noche los métodos de medición
tradicionales no servían para nada. Cuando acabó, nos miramos y dijimos que ya
era suficiente. Después nos dedicamos a fumarnos la noche, mojándola en vasos de
ron para hacerla más llevadera. Así era más fácil y nos sentíamos menos
extraños en medio de la multitud.
Ella me dijo que mis ojeras estaban cargadas de problemas y
yo le dije que esos aún estaban por llegar, como los suyos. Los dos nos reímos,
pero sabíamos que todo era como un encuentro entre dos satélites artificiales
que tenían otra estación de destino deseada, aunque ningún insomnio les aseguraba
llegar a ella. Los dos queríamos huir, pero acabamos yéndonos juntos a casa
aunque durmiéramos separados. En el fondo, los dos sabíamos que huir no sirve
de nada, ya que la distancia es un vector insignificante comparado con el
tiempo.
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