El despertador siempre sonríe cuando suena a las doce de la
mañana. Son días buenos, de desayunar libros a bocados y cocinar a fuego lento
acordes para que la comida no se quede insulsa. Y sobre todo, para conquistar
la playa con una bandera blanca. Días perfectos.
Volver a casa es pedir una cerveza en el bar con la mirada.
Y también volver a soñar gracias a ellos. Los de los chistes malos. Esos, que
piensan que el país se puede cambiar en una partida de tute y los que odian las
aceitunas negras porque son un mal presagio. Ellos también sueñan, a su manera.
Y con ellos todo vuelve a su sitio. Siempre volverá.
Hasta que llega la noche. Y pasa algo. No es por el calor,
ni por el primer mosquito del verano, ni siquiera por esos libros que deberían
ayudar a soñar. Es algo extraño, que no se puede apreciar, pero que tampoco se
va. Una pequeña mancha que nadie ha sido capaz de eliminar.
Miro el reloj y vuelven a ser las tres. Pero sabes de sobra que hoy tampoco me voy a dormir hasta las seis.
Miro el reloj y vuelven a ser las tres. Pero sabes de sobra que hoy tampoco me voy a dormir hasta las seis.
Y es que a veces ser especial para muchos, no sirve de nada sino eres único para nadie.