El mundo está al revés. Los autobuses siguen siendo
demasiado puntuales, el buen tiempo siempre llega con retraso y las esperas en
los bancos siguen siendo tan inevitables como horribles. Hasta que apareció él.
Tendría cuarenta años y vestía una sonrisa en la cara en
medio de aquella cola de hastío interminable. Llevaba un polo gris, por
convicción, ya que para él la escala de grises era la mejor forma de solucionar
todo en esta vida.
G, intrigado, le preguntó que era aquello de la escala de
grises y resulta que se trataba de otra teoría sobre el equilibro. Que en esta
vida hay días muy oscuros, pero que nunca son negros porque todos tenemos
algún blanco permanente. Sí, de esos que hacen que todo tenga siempre un poquito de
sentido. Y lo mismo pasa con el blanco, ya que hay pesos que nunca nos podremos
quitar de encima.
Por eso él vestía de gris, para recordarnos que, a pesar de
todo, siempre tendremos algo más a lo que agarrarnos. Y que tras un mal día, el
siguiente siempre suele tener un color mucho más agradecido.
Y estoy convencido de que
algún día seremos capaces de seguir los consejos que le damos a los demás.
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