Mandar es difícil, pero él sabía hacerlo a la perfección.
Tenía demasiadas cosas en la cabeza y me sorprendía que nunca se olvidara de
las esenciales. Sin embargo, lo que más me impresionaba era el trato con sus
compañeros. A veces reía, otras soñaba, pero cuando se enfadaba todos le tenían
demasiado respeto.
Yo tendría ocho años, o nueve, qué más da. Lo que sí que
recuerdo es que era una noche de invierno y llovía. Estaba más cascarrabias que
nunca, y solo conseguí formularle la pregunta más estúpida de mi vida. ¿Por
qué lo hacía? ¿Por qué tenía que ponerse así para sentirse bien?
Entonces se echo a reír como un niño, como tanto nos gustaba
a todos, mientras pensaba en cómo callar a un mocoso de ocho años. Lo único que
acertó a decirme es que este mundo estaba perdido, muy perdido, porque desde hacía
un tiempo se asociaba ser bueno con ser gilipollas.
Yo no lo entendí. Ni lo entiendo. Quizás, es que prefiero
ser gilipollas antes que convertirme en un hijo de la gran puta.
Y ahora solo soy una canción
que intenta sonar en todos tus altavoces, pero que se pierde por las
interferencias de la radio
No hay comentarios:
Publicar un comentario