"Tranquila mamá, todo irá bien". Luego colgaba, y pensaba que había pasado mucho tiempo, quizás demasiado. Esa puerta oxidada, hinchada por el calor y
el insomnio del verano, estaba abierta de par en par. Y por fin había
aceptado esa copia de las llaves que intentaban descifrar un futuro incerto. Octubre era
verano, más que nunca. Lo decían los achaques de su abuela, los
mapas del tiempo y esa manta que le miraba con
resignación desde el armario.
Los viernes llegaban cargados de resaca
emocional, quizás porque se pasaban al sol. Entonces, se refugiaba colgando la ropa, como si disimular los defectos fuese algo tan
sencillo como hacer la colada. A veces lo conseguía, no te lo voy a
negar. El problema es que los quitamanchas suelen salir caros y, aunque lo
intentes, el mundo sigue girando a pocas revoluciones por minuto.
Se acercaba una puesta de sol extraña, bonita, pero donde lo que le llamaban la atención eran unos estúpidos sudores fríos. Hasta que unos
gritos lo sacaron de su mundo. Allí estaban ellos, veinte chavales
corriendo detrás de un viernes disfrazado de balón de fútbol.
Saltando y disfrutando, viviendo el hoy y sin pensar en el mañana.
Ni deberes, ni verduras, ni castigos sin recreo. Simplemente tocaba
disfrutar.
Entonces él lo entendió todo. Se
observó de cerca y su colada seguía llena de manchas, pero ya no lo
importaban. Sonrió y se dio cuenta de que quizás ahora tocaba vivir más y
pensar menos.
“De ahora en adelante dejará de
tener esperanza en nada y vivirá en exclusiva para hoy mismo, para
este momento, este instante fugaz, el que ahora está aquí y ya no
está, el momento que se ha ido para siempre” - Paul Auster